Nos pasamos el día sacándonos fotos, sacando fotos a lo que nos rodea: unos pies, unas piedras, un semáforo, una acera con un charco, lo que comemos, lo que bebemos, a nuestros hijos, sobrinos, selfies, fotos dentro de otras fotos… bah… de todo…
Pienso en las fotos de mi infancia, primero en blanco y negro, luego en color. Un álbum familiar (para las fotos de cuatro, con sus vacaciones, sus excursiones…). Claro que entonces el temita de la fotografía era una afición cara… primero las cámaras… el flash iba aparte, una cosa que se incrustaba en la cámara (luego se integró… era como magia…), había que comprar carretes (de 12, 24 o 48 fotos) y, dependía de qué tipo de fotos fueras a hacer, había que comprarlos de uno u otro tipo, que no era lo mismo hacer fotos en interior que en exterior y esas cosas…
Luego venía el revelado. La constatación de que, como fotógrafo, no ibas a llegar muy lejos… Un buen número de fotos al guano (movidas, mal enfocadas, mal encuadradas…). Por el revelado te cobraban doble: por el hecho de revelar en sí, y por foto…
Ahora la cosa es distinta. Bien distinta. Ahora tienes cámara hasta en el espejo del cuarto de baño, si te equivocas en algún punto, ahí está photoshop o cualquier otra aplicación para retocar, recortar… corregir… no hay problema…
Pero, ¿es por esto por lo que nos sacamos tantas fotos? ¿Porque es gratis? ¿O es algo más profundo?
Ayer pregunté en Facebook y, con respuestas variadas, tenemos dos mayorías: una apunta al ego y la otra, como digo, a la gratuidad…
Yo creo que es porque queremos conservar los momentos que vivimos y que no se nos escapen. Nos fiamos poco de nuestra memoria, cada vez menos. Las fotos son testigos silenciosos de nuestra vida. Las fotos nos evocan las cosas que nos pasan y no queremos olvidar. Vemos una foto y, automáticamente, evocamos ese instante capturado: hasta podemos olerlo, sentirlo… Con una foto, ese juego de sensaciones es más sencillo, ¿no?