Cuando una noticia te fulmina y te paraliza, para poder seguir, no te queda más remedio que dejarte mecer por la marea. A veces el oleaje te dejará exhausto y no sabrás ni dónde estás. Otras, parecerá que se está calmando para arremeter con más fuerza.
Saber que es así no hace más fácil el resistir a la marea. Mientras estás luchando con las olas para no ahogarte te entran muchas ganas de dejar de pelear y de sucumbir a ellas y hundirte… dejar de flotar en esa pena inmensa que te nubla y acabar, pero por algún motivo, en algunos momentos la sensación de ser un corcho en medio de una tempestad y de que no importa lo que hagas que vas a seguir ahí, meciéndote al albur de la marejada para siempre.
Transcurrido un tiempo, parece que las aguas vuelven progresivamente a su cauce. Pero, como en un tsunami, como en una riada, les cuesta. No vuelven de pronto y ya está, no. Esto sería demasiado «fácil». Van remitiendo, pero resistiéndose a abandonar los lugares que han ido conquistando en su avance.
No es fácil definir el momento en el que puedes decir «ya está, se acabó»… Porque cuando crees que todo está en su ser de nuevo, algo pasa y te das cuenta de que no, de que quizá no eres ya aquel corcho a la deriva, pero todavía no estás tampoco en la orilla y mucho menos en la playa tomando tranquilamente el sol.
Así es el jodido dolor extremo, que se resiste a abandonarte. Quizá ya no lo hará nunca, no lo sé. Lo que sí sé es que no puedes luchar contra el porque hagas lo que hagas, encontrará la manera de venir a visitarte y a recordarte que sigue ahí.
Y lo único que puedes hacer es seguir siendo el corcho… y esperar…
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